Hasta que un día, ese cielo de Villa Diamante del partido de Lanús, que lo había visto nacer un 14 de octubre de 1934, lo vio campeón del mundo. Fue el primero de marzo del ’66 cuando en Japón peleó contra el boxeador local Katsuyoshi Takaya y le ganó por puntos en 15 rounds. Allí la gloria llegó a sus manos y sus sueños se hicieron realidad. Ese día se comió tres churrascos y una ensalada de lechuga y tomate, subió al ring con una bata con los colores de Racing Club de Avellaneda, entidad de la cual es hincha, y se consagró como el segundo campeón mosca de la Argentina, dado que el primero había sido Pascual Perez.
El “Roquiño”, como lo apodan, pesaba 51Kg, medía 1,57cm, y era zurdo algo que a los rivales los complicaba bastante. Todo ese combo de características físicas le dio la fuerza suficiente para ser uno de los mejores boxeadores del país en peso mosca. Pero una noche, en el Luna Park, y bajo miles de personas que él mismo convocaba en los bares, se retiró. Dijo adiós después de hacer tres defensas exitosas. Fue el 12 de agosto de 1967, donde sus managers Juan Aldrovbandi y Héctor Vaccari lamentaron su retirada pero aceptaron la decisión.
Sus puños dejaron de contar golpes y empezaron a hacer negocios, algo que él hace muy bien, porque a pesar de no haber estudiado, es muy bueno con los números. Se retiró con un record de 75-2-6. Sus nocaut fueron 34, sus peleas fueron duras y emocionantes y su vida fue una vida de campeón.
Por Gastón Ezequiel Sosa.
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