Suenan
los tambores desde la segunda bandeja. Los papelitos caen sin destino ni final.
La hinchada rival, agazapada en la tercera tribuna del lado del Riachuelo, mira
asombrado el espectáculo. Lo disfruta, pero cada hincha sabe que el miedo corre
por sus venas. ''La 12'' canta, la gente se enloquece. Es noche de Copa
Libertadores. La final contra Gremio de Porto Alegre. Los jugadores brasileros
sienten que la Bombonera “late”. Les tiemblan las piernas. 50.000 almas gritan “Boca
mi buen amigo...”. Se esfuerzan al máximo para invadir de temor al contrario
sin necesidad de lastimar a nadie.
Oscar
“Cacho” Laudonio, fiel a su costumbre, agita la bandera. Aquel emblema pasea
por el aire acompañada del escudo y sus estrellas. Todo indica que Boca Juniors
va a salir al campo de juego. La gente comienza a cantar más fuerte, las voces
se llenan de emoción y los brazos se agitan fuertemente.
Está
todo dado, el jugador número doce ya calentó y está preparado para que empiece
el encuentro. El rival, espantado, espera a que salga el equipo local. Los
juegos de artificio empiezan a explotar en el cielo. Las luces ya son de todos
los colores. La noche se hace día por unos minutos. Martín Palermo asoma su
cabeza. La gente delira y ensordece a todos. Los papelitos vuelan alto. Salió
Boca. Juan Román Riquelme camina lento, como quien premedita que va a hacer un
golazo. Los de Gremio miran incrédulos. Es una final y hay que ganar. Comenzó
el partido. Sólo los hinchas saben cómo puede terminar.
Por Gastón Ezequiel Sosa.