Ellos no se podían ver. Los dos se subieron en la misma parada de aquel colectivo azul y blanco que llevaba sus números en pantalla leed. Juntos encabezaban la larga fila para subir al medio de transporte. Sin acordarlo se sentaron uno junto al otro. No se miraban, sin embargo podían sentir la vibración de sus corazones con el latir de un amor que empezaba a nacer. José fue el primero en tomar la iniciativa de la conversación, le empezó a hablar a Sofía que sin saberlo ya se estaba por enamorar. La charla fue muy normal, se preguntaban dónde iban, qué hora era, comentaban el estado del tránsito, según la densidad de la rapidez del bus. Los minutos pasaban, la vida empezaba a tomar un color hermoso, el color del amor. Juntos se habían subido a un micro que no pararía jamás.
Se enamoraban como cualquier pareja se puede enamorar. En ocasiones puede darse en una oficina, un baile, un asado, una reunión. Ellos dos se enamoraban, sin sospecharlo, en un colectivo porteño. Con todo lo que eso implica, los movimientos bruscos, los empujones, los pozos, el calor y el frío. Pero los dos iban tranquilos en los asientos de adelante, mirándose o quizás intentando un milagro y cruzar una mirada, aunque sea la última mirada. Sólo un instante pedían. Hablaron, se conocieron lo suficiente y sin verlo se bajaron en la misma parada. José escuchó que su compañera de viaje le preguntaba a un ciudadano “dónde se encontraba la calle Mendoza”, y como él iba hacia la misma dirección se acercó y le propuso ir juntos. Allí, durante la caminata de diez cuadras, hablaron más, se acercaron y coincidieron con el mismo trámite que iban a realizar cada uno.
Terminaron de hacer las gestiones y se retiraron del lugar, obvio que juntos. En el camino de regreso, a la parada del colectivo, dialogaron y arreglaron una cita. Era en un café y por la tarde. Llegaron al lugar, y se dieron cuenta que no se iban a encontrar fácilmente. Ella ingresó primera, se sentó en una mesa de dos y cuando le preguntaron qué iba a tomar, le dijo al mozo que “por ahora nada porque esperaba a alguien más”. Esa persona era José, que llegó siete minutos tarde cuando ella ya se ponía impaciente. Sin embargo, se hizo presente en el café, subió el escalón de la entrada y ante su desorientación encontró la compañía del mismo mozo que atendía a Sofía. Él le preguntó si tenía una cita con una dama. José le contestó que sí pero que se le hacía difícil saber dónde estaba sentada. Entonces el mozo quiso saber cómo era y él le dijo: “Dulce”. En ese mismo instante fue cuando Sofía preguntó en voz alta por el mozo y José le dijo: “Es ella, ella es la mujer que busco”. El mozo lo acompañó hasta la meza y juntos compartieron una tarde donde terminaron de enamorarse. Juntaron sus corazones y se besaron por primera vez sin saber cómo era la otra persona. No conocieron la parte física del otro pero sí sus almas. Los dos eran no videntes, y a veces aunque los ojos no vean el corazón siente. Ellos viven enamorados y en meses serán papás. Los unió un colectivo, o simplemente el destino, pero ahora los une un camino que los llevará a vivir situaciones que sólo imaginaban.
Por Gastón Ezequiel Sosa.