viernes, 13 de junio de 2014

Una vez estuve con el más grande

Foto: Infobae
Estamos en La Plata. Viajamos hasta allá, con mi viejo y un amigo, para despedir a la Selección. Se van a buscar un sueño, el de todos. Nosotros nunca vimos a Messi en vivo y estamos parados en la tribuna Sur a la espera de que la voz del estadio lo nombre como titular. Mi papá me mira y se sonríe, jamás estuvo en semejante estadio. Con mi amigo, que me agradece con su mirada por estar allí, no paramos de sacarnos fotos. Es la despedida, ya se van a Brasil.

La tarde platense amenaza con lluvia, las nubes cubren el poco cielo que deja ver el techo de la cancha. El cocacolero pasa por delante y el hombre que lleva hamburguesas también. Todos se tientan con comer, menos nosotros tres que ya hicimos lo propio mientras viajábamos en la autopista Bs. As.-La Plata. Antes de entrar al estadio un “trapito” nos cobró $50 para "cuidar el auto", las entradas costaron $300 y entre todos los gastos podíamos pagar una cena en Puerto Madero. Sin embargo, pensar en ver al mejor del mundo, a tan sólo 20 metros de distancia, no tiene precio.

Todos esos ingredientes pasan por mi cabeza antes del partido. Incluso habernos topado con el micro de Argentina al momento en el que llegábamos a las inmediaciones del Estadio Único de La Plata. Al estar al frente del volante sólo pude ver a Higuaín pero mi viejo y mi amigo me confesaron haber visto a Sergio Agüero y a Ezequiel Lavezzi, y eso era impresionante. Y al fin pitó el árbitro. Eran 22 hombres, con remeras muy similares, que corrían detrás de una pelota. Estaba todo acorde, Argentina demostraba buen fútbol, la defensa movía bien el balón, Lavezzi provocaba alguna jugada de peligro y Javier Mascherano era el que se llevaba todos los aplausos pero algo faltaba. Lo que me había llevado hasta ese lugar no estaba. Hasta llegué a pensar que no iba a ver al Messias argento.

Sin embargo, todo llega. Todo a su debido tiempo. Lionel se paró, se colocó en su lugar y empezó a realizar los movimientos precompetitivos. En ese instante salió el sol en La Plata. Traspasaba mis cristales de los anteojos y me encandilaba. Todavía no logro entender si era el sol o el brillo propio de Messi lo que me prohibía ver su imagen. Todo el estadio comenzó a pedir por él y hasta los hinchas de Eslovenia se emocionaban con su posible ingreso en el partido. Ni el dólar, ni la bolsa, ni la política, ni todo lo que sucedía en la Argentina era más importante que él.

Al cabo de unos minutos del segundo tiempo, Sabella llamó a los cuatro jugadores que estaban preparados para ingresar. Fernando Gago, Agüero, Ángel Di María y Messi se venían para la cancha. Todos nos predisponíamos a ver al más grande de estos tiempos. La primera pelota que tocó fue en mitad de cancha y el público se vino abajo. Las otras las escondió y los rivales nunca supieron dónde las guardo. Otra la cambió por gol y otra la hizo rozar el travesaño. Sin exagerar les puedo decir que es lo más extraordinario que vi dentro de una cancha de fútbol, sin dudar les puedo confesar que si agarra la pelota ella no lo deja ir y sin titubear les digo que es único. En definitiva, ver a Messi es un antes y un después de mi vida en esta tierra, es el abrazo con mi viejo y es el gol con un amigo. Porque Lionel no es sólo un futbolista también es crack y eso lo hace completamente diferente al resto de los humanos.


Por Gastón Ezequiel Sosa.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Así es la vida

El viento corre frente a su cara e intenta volarle su gorra de pescador. Él se la sostiene, mientras espera que pase el temblor. Todo parece perfecto en su balcón que mira hacia las barrancas de Belgrano y regala una vista privilegiada. Es un abuelo de 91 años que aprendió a preocuparse muy poco por todo. Ya no le interesa cuánto sale el dólar, no ahorra en pesos, no putea a Cristina ni tampoco vive apurado. Nada parece asombrarlo ni molestarlo.

Todas las mañanas de su juventud se levantó para ir a trabajar, quizá haber trabajado en un banco le habrá hecho pensar muchas veces en el dólar, inquietarse por su país y por su gente. Hoy, para él, no hay nada más preciado que el aire. Sólo ese elemento necesita para vivir feliz. También están sus palomas que por muchos años alimentó y se posan en la baranda de su balcón como agradeciéndole. Incluso algunas personas se atreven a llamarlo abuelo, porque todavía no entendieron que están frente a una vida. Toda una vida.

Su barba canosa, su calvicie, su delgadez y su poca memoria son consecuencias de su vejez. Sus ojos color café miran el cielo y buscan alguna nube que amenace con arruinarle el día. Sabe cuándo va a llover, si va a salir el sol, cómo corre el viento y cuánta temperatura hace. Dice que la vida le enseño que no hay que preocuparse por nada y así parece hacerlo. No recuerda su edad, ni el día en el que estamos, ni qué mes, ni qué año y lo entiendo. Nada de eso le sirve, sólo está contento porque dios le regala, día tras día, un nuevo amanecer.

Quizás para él esta mañana fue una más. Probablemente nunca supo con quien compartió su aire hoy. No puedo asegurarles si sabía que soy el nieto, el yerno o un vecino que pasó a saludar. Incluso es muy factible que para él todo haya sido muy normal. Aunque debo confesarles que se puso muy contento desde el momento en que me vio. No me atrevo a decirles que para él fue una experiencia única. Lo que sí sé, con certeza, es que para mí fue de esas cosas inolvidables. Porque siento que hoy pude conversar, acariciar y besar de nuevo a la vida.

Por Gastón Ezequiel Sosa